Apenas él le palpaba el cuerpo, a ella se le incendiaba el paraíso y caían en penurias, en salvajes encuentros, en sabores delirantes. Cada vez que él procuraba anular las escusas se enredaba en un rizado quejumbroso y tenía que apoltronarse de cara al escándalo, sintiendo como poco a poco las caricias se encarnizaban, se iban acumulando, esculpiendo hasta quedar tendido como el ballenato de margarina al que se le han dejado caer unas partículas de fosforescencia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se acariciaba los pálpitos, consintiendo en que él unificara suavemente sus cuerpos.
Apenas se arremolinaban, algo como un pericardio los presionaba, obligaba y mantenía, de pronto era el argón, la engañosa imitante de las auroras, la inminente analogía del bohemio, los aguaceros del erotismo en una autentica excusa. ¡Evohé! ¡Evohé! Extasiados en la gesta del idilio, se sentía equiparar felinos y caninos. Temblaba el cuarto, se vencían las brumas, y todo se consumaba en un profundo óbice, en cortaplumas de ensangrentadas gasas, en caricias casi crueles que los admiraban hasta el límite de las ansias.
Edición original: http://www.literatura.org/Cortazar/rayuela_68.html
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